Como especialista en políticas públicas, he podido apreciar muy de cerca los beneficios de evaluar los programas y proyectos públicos. No puedo imaginar un mundo sin esta maravillosa práctica, mucho menos un gobierno que no la lleve a cabo.
Al día de hoy, la evaluación es una práctica común en México, que se ha difundido y formalizado, pero no siempre fue así. Su adopción en la Administración Pública fue un proceso muy arduo. En este artículo voy a llevarte paso a paso a descubrir los esfuerzos detrás de la institucionalización de la evaluación en nuestro país.
Para identificar los inicios de la evaluación de las políticas públicas en México, repasaremos un poco de historia. En los sexenios de las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, el sector paraestatal creció de forma desmedida. Esto hizo que los gobiernos buscaran cómo controlar y mejorar la administración de las instituciones y empresas que conformaban dicho sector.
Para tal fin, en la década de los setenta, se crearon dos unidades especializadas: la Coordinación de Evaluación, perteneciente a la Secretaría de la Presidencia; y la Subsecretaría de Evaluación, adscrita a la Secretaría de Planeación y Presupuesto. Como las atribuciones de estas unidades no eran claras, no lograron un impacto real.
Fue apenas a finales de los años ochenta cuando la evaluación ganó presencia, gracias a la creación de la Secretaría General de la Federación. Esta tenía entre sus funciones la evaluación, pero terminó dando mayor peso a las auditorías y los sistemas de revisión. Si estás interesado en conocer más de las diferencias entre auditoría y evaluación, puedes consultar: Confusiones habituales entre evaluación de políticas públicas y otros instrumentos.
En los años que llevo como especialista en políticas públicas, me ha tocado ver cómo varios responsables de programas tiemblan al escuchar la palabra evaluación. Es porque llegan a confundir esta práctica con la auditoría y temen que el peso de la ley caiga sobre sus hombros si algo sale mal. ¡Gran error!
Una vez que la economía mexicana se abrió a la globalización, y ya firmado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el proceso de modernización en la Administración Pública se puso en marcha. Esta renovación, a mitad de la década de los noventa, incluyó la medición y evaluación de programas a favor de la eficiencia y eficacia. Muestra de ello fue el programa Progresa, actualmente denominado Prospera, que constituye un referente en América Latina. Una de las principales virtudes del programa fue la realización de una evaluación de impacto desde su diseño.
La evaluación de Progresa representó la punta de lanza de otras evaluaciones y todo un acontecimiento. ¿Por qué? Porque, aunque me duela contarlo, en muy raras ocasiones se realizan evaluaciones antes del diseño de un programa y, mucho menos, se prevé una evaluación de impacto para garantizar resultados.
Esta institucionalización ayudó mucho a que los esfuerzos de evaluación se multiplicaran y se convirtieran en una práctica sistematizada. En 2004, gracias a la Ley General de Desarrollo Social, se estableció el Sistema de Monitoreo y Evaluación en México. Esta misma ley también impulsó la creación del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval).
El Coneval, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y la Secretaría de la Función Pública unieron fuerzas para dar paso al Sistema de Evaluación de Desempeño (SED), en el periodo que abarcó de 2006 al 2012. Estas instituciones permitieron el seguimiento objetivo a los programas, para impulsar su mejora y credibilidad, así como incentivar la rendición de cuentas.
La reforma al artículo 134 constitucional, de 2016, también incentivó la formalización de la práctica de la evaluación, al establecer que los resultados del ejercicio de los recursos públicos, por parte de las entidades federativas y la Federación, debían de ponerse bajo la lupa.
Actualmente, evaluar es una obligación de los tres órdenes de gobierno. Su institucionalización proviene de la creación y publicación del Programa Anual de Evaluación, un mecanismo que ha impulsado que, año con año, el número de evaluaciones incremente y se cumpla el ciclo de evaluación.
Aunque este proceso de institucionalización se estableció de manera formal, todavía enfrenta múltiples e importantes retos. Por ejemplo, el número de evaluaciones que se realizan año con año deja mucho que desear. Nada más en 2019, de 741 programas establecidos en el Presupuesto de Egresos de la Federación, solo se evaluó el 13 por ciento.
Lo anterior significa que únicamente 1 de cada 10 programas son evaluados en México. Este problema no solo es nacional; también está presente en los estados y es todavía más grande en los municipios. Sí, en los municipios casi nada se evalúa.
Uno de los grandes retos que enfrentan los SED, a nivel nacional y local, es el bajo o escaso presupuesto para realizar evaluaciones. Como hay poco dinero, no pueden evaluarse todos los aspectos de los programas, así que se le da prioridad al diseño, los procesos y la revisión de los indicadores, dejando de lado evaluaciones importantes como la de impacto, que mide los efectos reales de la intervención en la vida de las personas.
Aunado a lo anterior, el seguimiento e implementación de las recomendaciones y Aspectos Susceptibles de Mejora (ASM) es muy endeble. Como ya mencioné, las evaluaciones sirven para mejorar los programas, pero se vuelven inútiles si los resultados de las mismas se dejan archivados; es decir, si se convierten en letra muerta.
Cuando hice los primeros intentos en el ámbito de la evaluación, creí que me moriría de hambre. Nadie estaba interesado en que su programa fuera evaluado. Es más, muy pocos políticos sabían sobre esta práctica y sus beneficios. Hoy en día, casi todos los servidores públicos conocen en qué consiste y eso se ha reflejado en el número de proyectos en los que he colaborado en los últimos años.
En mis años de experiencia como especialista en políticas públicas, no he conocido a un solo servidor público que haya deseado implementar un desastre. Sin embargo, una omisión importante que comete la mayoría se encuentra en el campo de la evaluación.
La evaluación es un aliado poderoso para combatir la opacidad del gobierno, para brindar transparencia y rendición de cuentas, pero, sobre todo, para lograr y asegurar que los programas brinden los beneficios esperados a la población. El fin de la evaluación es garantizar un impacto real y profundo de la acción gubernamental, por medio de la mejora continua de los programas.
Partiendo de lo anterior, considero que invertir, incentivar y difundir la práctica de la evaluación derrama beneficios en todas las etapas del ciclo de vida de las políticas públicas. Sin embargo, es necesario que los servidores públicos estén mejor preparados para ejercer y aprovechar los beneficios que resultan de evaluar. Particularmente, propongo que debe incentivarse la evaluación en los municipios, donde hace tanta falta y, paradójicamente, es donde menos recursos se destinan.
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